Viaje

Sin importar el clima exterior que informaba el noticiero de las seis y que utilizaba para elegir la vestimenta a llevar, traspasaba la puerta que separa y une el edificio de la calle, con serenidad. Constituía este el momento de mayor equilibrio emocional del día, de mayor lucidez. El descanso de la noche, si bien no continuo; el adormecimiento de la conciencia y el recuerdo, me permitían estar libre de las preocupaciones que se irían acumulando durante el día. Favorecían este estado de serenidad, sobre todo la certeza de dejar, al salir, todo ordenado, y porque no, la rutina del recorrido, la familiaridad en el rostro del chofer que respetaba sus horarios de trabajo tanto como yo, de los pasajeros que reconocía al tiempo que tomaba el pasaje de la máquina y de los que iban ascendiendo cuando estaba ya instalado en mi asiento enfrascado en alguna lectura o mirando el paisaje, siempre el mismo, que se presentaba al paso del colectivo.

Cincuenta minutos aproximadamente duraba el viaje tantas veces realizado, aparentemente despierto. Si quisiera reproducir en el recuerdo más o menos con exactitud algún viaje, su particularidad, no me resultaría tarea sencilla. Raro pero así se vive, abandonando el instante sin poseerlo, sin hacer el intento. Lo cotidiano no seduce para aprenderlo aunque debiera.

Un amanecer en el mar. Playa amplia desierta. Solo yo. El mar al frente. El sol. Interrumpe mi visión en 180 ° el muelle a 50 metros a la derecha con algunos pescadores en el extremo practicando su deporte: arrancando peces de su mundo con la boca lastimada, (consecuencia menor) arrojándolos a un balde y desentendiéndose del aletear desesperado de aquellos, para escapar, sin advertir quizás, la segura muerte. Mientras esto ocurría en el balde, ya el pescador atendía su anzuelo, arrojaba nuevamente su caña y esperaba para volver a matar. Yo practicaba mi deporte favorito: observar.

Llamábame la atención algún caminante solitario como yo. Aquella muchacha que sentada sobre la arena en posición de loto contemplaba el mar. Nunca logré llegar antes que ella, allí estaba siempre, indiferente a todo aquello que no fuera el mar y su sol. ¿a qué remitía ese goce? No se que es el extremo, siento que nunca pude fundirme en el extremo goce. Lo buscaba con el pensamiento. Desechando el pensamiento. Despertando en cuanto podía los sentidos y no lo lograba, en el fondo de mi , en la base, y no lo lograba. El orden, que centralmente significaba cierta certeza que mi pequeño mundo afectivo no estaba en riesgo, y el orden universal, cósmico, representado por ese pedazo de mar y sol castigado por el hombre, no lograba distraerme de mi. ¿de qué parte de mi? De aquella que no me permitía ese goce extremo, de sentirme parte de la armonía (caótica?) universal. Ser uno con ella.

A la altura del estadio de Vélez miles de personas en hilera esperaban pacientemente con sus sillas y carpas, algunas improvisadas, muy bien armadas otras, con criaturas y bebes, aguardaban que se abrieran las puertas del templo del patrono del trabajo próximo al estadio, para participar y agradecer en la primera misa que el párroco oficiaba. Esta imagen se repetía a lo largo de toda la jornada.

Al ascender, había notado que el conductor estaba contrariado. Confirmé que algo le sucedía cuando la aceleración que le imprimía al vehículo ponía en riesgo la seguridad. El pasaje, escaso a esa hora de la mañana, se sacudía con cada frenada. Nadie atinaba a decir ni hacer algo, salvo afirmarse en la manija del asiento delantero con ambas manos. Yo había desistido de mi lectura imposibilitado de continuarla por los sacudones y la preocupación. En las proximidades de San Cayetano, con la multitud esperando para tocar su imagen hecha de yeso, y reparada cada 7 de agosto: lo imprevisto. Fugaz, tres segundos, no más, un enorme camión se cruza para girar delante del colectivo que conducía el chofer con cara extraviada esa mañana. Una brutal maniobra de un giro de 60° impide el desastre. El camión se aleja, el colectivo continúa su marcha.

La lectura, los recuerdos, el mar, la joven en posición de loto, el orden cósmico y privado, el goce y la imposibilidad del goce, todo, todo, se relativiza y desmorona.

Al retomar el viaje y ya próximo a mi destino pienso si la intolerancia del hombre que arriesgó su propia vida y la de los otros forma parte del orden universal, del mar, de ese sol, de la joven en posición de loto. Y de mi mismo.-