Shikse

No se deja tocar. A mi mujer le doy asco y la shikse no se deja tocar.

A los 75 años había sufrido un ACV . Tenía 81 y vivía en su casa en un barrio exclusivo de la Capital santafecina que compartía con su esposa hacía 50 años. El bienestar económico del cual disfrutaban él, su mujer y sus tres hijos, cada uno con sus respectivas familias, lo había generado León, trabajando duro 60 años continuos en su fábrica de juguetes. Eso es lo que hacía, juguetes.

El núcleo de la historia que a León le interesa destacar no es su bienestar ni como lo logró. Es una historia larga, me decía, quizás en otro momento.

Nos veíamos una vez a la semana, luego de habernos conocido en la plaza central. El iba diariamente a tomar, a exponerse, a sentir, la tibieza del sol. Yo lo hacía cada tanto con el mismo objetivo. A partir de haber ayudado a la muchacha que lo llevaba con la silla de ruedas, León comenzó a hablarme. La familiaridad se dio rápidamente. A el le gustaba hablar, a mi escuchar y escribir; era un buen complemento.

Era consciente que no iba a estar mucho más en esta tierra. La relación más importante que había tenido – me decía - era con la mujer. Era esto lo que le interesaba puntualizar, ser escuchado, y si quedaba por escrito, mejor. Yo le había transmitido que trataría de escribir lo que me iba contando en esas charlas soleadas del parque. Se lo veía contento de tener un interlocutor interesado en sus experiencias, su historia, en ser reconocido por otro. Su relato, quizás por repetido, había dejado de interesar a su familia, aunque la parte íntima, relevante de su relación con su mujer y madre de sus hijos no la había compartido con nadie. Ahora comenzaba a hacerlo. Tenía un lenguaje rico, había leído algunos clásicos, y antes del ataque le gustaba revisar su biblioteca y conectarse con libros de su adolescencia, que esperaban su turno para ocupar un lugar en la feria del parque, a la espera de un buscador que revalorizara su lectura cuando el muriera, y sus hijos, seguramente, le dieran este destino.

El punto es que León se sentía solo. Más que ser escuchado, se gratificaba con sentirse acompañado un rato, cuando era escuchado por un desconocido, que le prestaba atención por egoísmo. Pero a León poco le importaba. Había otro, y no estaba solo. Ambos lo sabíamos, compartíamos esa complicidad no dicha. Cada uno cumplía su objetivo. Lo que León no imaginaba, era que quien lo escuchaba, también estaba solo. O quizás sí lo sabía, y esta comprensión se filtraba en su egocentrismo senil. Pero no le importaba. ¿Se disipa entonces la soledad con la presencia de otro, indiferente en el afecto hacia uno? Se disipa, no del todo, se aplaca, se distrae, y se confirma también la imposibilidad de la comunicación, se confirma la soledad.

Entonces León quería hablarme de nuestra soledad simbolizada en la de él; por el egocentrismo interpretaba yo. Por ese mismo egocentrismo, el mundo, el mundo familiar, lo rechazaba, le tenía lástima y bronca. Querían internarlo, no podían, porque León estaba lúcido y se negaba a resignar su sillón preferido, su música, la vista panorámica que desde ese departamento del piso 19 que había adquirido luego de un viaje a Israel de dos meses para que su mujer y el visitaran a la familia que habían hecho aliá.

Y no quería resignar la posibilidad de conseguir una shikse que se dejara tocar.

León aún se excitaba. Y cada tanto tenía una erección, involuntaria la más de las veces. Era entonces cuando buscaba a su mujer, ocupada en programar su próximo viaje con amigas tan viejas como ella, pero todas libres de desplazarse de un modo autónomo, lo que les permitía gastar el dinero que los maridos, con mayor o menor éxito habían conseguido a lo largo de años de trabajo. En el caso de León, el dinero que poseía, en una cuenta que ya no manejaba, era suficiente para que los hijos de sus hijos pasaran toda su vida viajando por el exterior si así se les ocurriera, y también por qué no, para contratar a varias shikses que sin observación alguna, se dejaran tocar. Me lo pedía cada tanto, ¿ud. No conocerá alguna muchacha que trabaje para mí? ud. sabe, que no tenga problemas en . . .ya sabe.

Yo le decía que no conocía persona alguna que cumpliera esos requisitos. Y en ese instante se me ocurrió una idea que León acepto inmediatamente y con entusiasmo: llevarlo a una casa de citas, y con esa excusa, conocer una, pues jamás había ido.

Así es que una tarde fui a buscarlo a la casa, e inventando una razón válida frente a la mujer, que con ojos suspicaces miraba a uno y a otro, partimos.

Ni las cuatro chicas disponibles, ni el encargado de la barra ni el guardia de seguridad manifestaron asombro alguno al verme entrar empujando la silla de ruedas de León con León sentado en ella. Una morocha enorme se acercó a nosotros y dirigiéndose a León: ‘en qué te puedo servir muchacho?' Necesita intimidad y caricias, me apuré a contestar.

La morocha ocupó mi lugar, tomó las manijas de la silla y desapareció con León, visiblemente excitado y mudo. Yo me acomodé en un sillón en compañía de una joven pelirroja que hablaba tonterías y me traía tragos.

A los cuarenta minutos, un León exuberante, se adelantaba a la morocha que lo escoltaba. Pagué la cuenta y nos fuimos.

Luego de la experiencia, León se mostraba con otro humor. Una sonrisa franca (infrecuente a su edad), se le adelantaba cuando me veía esperándolo en el banco del parque. Repetimos la experiencia varias veces. La jovialidad de León fue en aumento. El sexo, siempre el sexo.

Entretanto la shikse anterior había sido despedida por Sara porque según decía perdía más tiempo del indicado en las tareas, además no hacía mucho le había faltado un anillito de oro que conservaba hacía cuarenta años.

Dos veces lo había visto llorar a León a lo largo de dos años, tiempo que duraron nuestras conversaciones, la primera cuando contaba como había visto a Sara tomando en brazos al primer hijo de ambos. La segunda, al descubrir yo, una manchita en la cara interna de su brazo izq. al levantarse casualmente un poco la manga de su camisa, advertí tatuado un nº. le pregunté si quería contarme y con una expresión extraña . . . sin decir palabra, comenzó a sollozar.

La nueva shikse de sesenta años contratada por Sara, no solo se deja tocar, sino que se enamora de León. Un día, al despertar Sara por la mañana, e ir a la habitación de León descubre que, en un papel, con mano temblorosa, León había escrito antes de morir: Te amo.

Sara y la shikse, emocionadas, lloraron.-