Encuentro

La mañana se presentaba fría, aún no amanecía. Los primeros colectivos de línea comenzaban a transitar intoxicando las calles de la ciudad semidespierta. Enfundado en mi abrigo corto yo la caminaba. No demasiado, puesto que llegar al bar donde desayunaba los sábados representaba cinco minutos de recorrido. Ya instalado pedí lo de siempre, respondiendo afirmativamente a la pregunta del mozo: ¿lo de siempre? Esta aparente familiaridad no era tal pues solamente intercambiábamos un saludo y una débil sonrisa de reconocimiento. Con otros parroquianos la situación era diferente, no hablaban mucho más, pero se nombraban. Existía un código de convivencia secreto entre los clientes, el muchacho dueño del bar y el mozo gordo, sesentón que cansinamente y siempre prolijo atendía las mesas: el respeto por el espacio que cada quien había elegido vaya uno a saber fundado en que razones. Era impensado que la mesa que ocupaba la señora a quien el mozo servía sin mediar pedido alguno, fuera ocupada por el dueño de la casa de sanitarios que tenía su lugar, o que el de la rotisería ocupara la mía.

Las leyes que no manejamos sentenciaron que ese sábado fuese distinto a cualquier otro.

Un hombre de aproximadamente 55 años, con gafas de color azul entró acompañado por una mujer sensiblemente más joven y alta, de porte aristocrático y natural como si la acompañara desde su infancia. Ocuparon la mesa para cuatro del centro del salón. Ubicándose de una manera poco habitual: la mujer al lado y a la izquierda del hombre. Solícito el mozo, con su presencia indicó la intención de servirlos. Pidieron un té, un café y un vaso de ginebra.

Un rayo de sol comenzó a insinuarse y a instalarse de a poco en la silla vacía ubicada frente al hombre que, con ambas manos sobre la mesa parecía pensar, o mejor, meditar sobre lo que la mujer que lo acompañaba le susurraba. El mozo con toda naturalidad y sin sorpresa depositó ante la indicación del hombre el té ante él, el café para ella y el vaso de ginebra frente a la silla, a esta altura brillante por el sol. Una atmósfera de extraña serenidad invadió el lugar. La señora, despaciosamente alargaba su desayuno como si otra percepción del tiempo se hubiera adueñado de ella. El señor de la mesa que daba a la Avenida leía concentradoenel periódico. Yo mismo, acostumbrado a irme rápidamente decidí, o algo dentro mío decidió permanecer, la intuición de lo distinto me motivaba a ello. La pareja favorecía todo aquello, aunque nadie, salvo yo, lo advirtió, todos parecían disfrutar de la modificación a la cual se vieron sometidos.

Auxiliado por un cuaderno y un lápiz, simulando que pensaba, fija la vista en un punto imaginario, artificial, que me permitía observar, puesto que se hallaban en el campo de visión los movimientos de, ya para mí, la misteriosa pareja. A intervalos irregulares, la mujer inclinaba la cabeza sobre los hombros del hombre que tomaba su té de a sorbos, hablaba y acariciaba su barba. De a ratos, ambos fijaban su mirada un poco por encima de la silla opuesta y así permanecían, como si alguien más compartiera el diálogo. Movido por una fuerza que no pude controlar fijé la vista en ellos. Ya antes que esto sucediera, comprendí más tarde, tenían un registro exacto de las personas que allí se hallaban, sobre todo de su estado emocional y de la historia individual que en aquél se reflejaba.

Imprevistamente, sin advertirlo, sin siquiera darme cuenta del recorrido que necesariamente tuvo que hacer, tenía delante de mí, en toda su belleza, a la mujer. Miré la mesa de donde procedía; el hombre jugaba pausadamente con su taza y parecía hablar con alguien, más no con la palabra. La invité a sentarse con un gesto que acompañó su determinación previa de hacerlo. Su mirada verde, serena, misteriosa me dejó en carne viva. Desde un ángulo superior, en el rincón que formaba paredes y techo, suspendido, un parlante emitía la novena sinfonía. El rayo de sol se había transformado en un haz de luces semejando al arco iris. El afuera se desdibujaba en el silencio, todo se había puesto entre paréntesis, excepto la pareja, la luz, y yo mismo.

Entonces habló:

“Inevitablemente en la vida de todo ser humano llega un punto en que ocurre la aparición del cuestionamiento acerca del sentido de la vida, del interrogante por la absurdidad o la trascendencia. En los niños esto no ocurre, viven “irreflexivamente” la realización de su idea. La idea no pensada es una apuesta a la trascendencia y a la inmortalidad. Aún no ha prendido en ellos la idea aprendida de la finitud y la nada. No es que no sufran, pero el dolor no está asociado a la idea del fin. En el adulto la situación es diferente, se ha quebrado la idea de unidad, es cuestionado el origen de la misma, el punto de partida que representa, en consecuencia aparece el absurdo y la trascendencia como polos opuestos y las diferentes fuerzas o argumentos haciendo alianza con uno u otro de los polos. Es una batalla muy desigual la que se genera, ya que el mundo y sus estadísticas no dejan mucho espacio para apostar a lo trascendente. La historia de la humanidad es una historia de conquista y de traición. El hombre tratando de conquistarlo todo, menos a sí mismo, en consecuencia la autotraición. El asunto es tratar de descubrir desde que lugar interno se elige la opción por la vida, por la trascendencia, generando ideas-fuerzas impermeabilizadoras a las fuerzas destructivas. Es aquí donde aparece la individualidad como salida y el concepto de evolución, las creencias, las certezas, las dudas, los ejemplos, el ser humano en toda su desnudez, los maestros, el camino. ¿Hay verdad? ¿Hay verdades? ¿Existe la posibilidad de alcanzarlas? A estos interrogantes debo responder afirmativamente. La dificultad esencial radica en la limpieza de la psicología de la memoria perturbada por emociones impropias. Ese es el trabajo: preparar la mente para que asiente la posibilidad de verdad e idealmente la verdad. Esta es la propuesta”.

La escuché extasiado, había sintetizado y expuesto mis elucubraciones de los últimos veinte años. La idea de evolución desplegaba un abanico de posibilidades impensadas.

Dicho esto me entregó una tarjeta impresa solamente con un número telefónico, se inclinó hacia mí, me besó y se marchó. Acercóse al hombre, pagaron su cuenta y traspusieron la puerta vidriada. Los vi alejarse sin poder ni querer desviar la mirada. Los tres parecían uno.-