En el parque
La niña de melena abundante montada en su bicicleta, giraba por el circuito perimetral adjunto a la fuente, siempre seca, de uno de los laterales del parque. Adrede lo hacía por la zona empedrada de adoquín desnivelado, provocando una especie de traqueteo, que al sentirlo la niña en su bajo vientre le ocasionaba un placer recién descubierto. Su rostro iluminado y confuso indicaba su inocencia interrumpida . No para ella, sino para mi que, al observarla, concluí que así era.
Ubicado en un banco de cara al sol, como acostumbraba hacerlo luego de una breve caminata. La madre, sentada en un banco contiguo al mío, bajo un árbol que no permitía que los rayos del sol dieran directamente sobre su rostro, ajena al goce de la hija, leía.
Cinco bancos rodeaban la fuente seca. En el tercero un hombre dormía. Un carrito de supermercado desvencijado cargado de bultos era su única pertenencia.
A la distancia, en el perímetro mayor del parque que lindaba con la calle, personas caminaban, trotaban, corrían, de acuerdo a su capacidad y al permiso de su edad.
Es notable la enorme cantidad de matices de verdes que la profusa arboleda elevada 15 o 20 metros regalaba a quien quisiera, a esa hora de la mañana ya casi próxima al mediodía.
En general los bancos de plaza están preparados para que tres personas se sienten cómodamente aunque es poco frecuente que tres desconocidos lo compartan con comodidad. La proximidad perturba. No a aquella muchacha que aún disponiendo de dos bancos libres eligió por alguna razón ubicarse a mi lado .Vestida limpiamente, serena, de aproximadamente 30 años, cruzó sus piernas, sus manos sobre sus piernas, apoyó su espalda, giró la cabeza hacia el lado opuesto donde yo estaba y sus cabellos recogidos en una hebilla que los sujetaba permitían dejar libre el cuello excesivamente largo, característica que en ella lo embellecía.
El día siguiente que la vi llevaba el cabello suelto. Pude apreciar su intenso color caoba el cual despedía un perfume que me perturbó. Emoción similar a la de la niña, que también ese día continuaba traqueteando con su bicicleta mientras la madre leía. La muchacha que sorpresivamente se sienta al lado del observador mira a la niña y la acompaña en su recorrido circular por unos minutos, excesivos al parecer del hombre y le lanza la pregunta:
¿qué ves?
-la nostalgia de mi niñez gozosa. Una mañana soleada a orillas del mar cuando con mi padre recorríamos en bicicleta la costa de nuestro pueblo y muchas otras cosas. ¿y vos qué ves?
-me veo mirando a la niña descubriendo un placer nuevo. Veo a la madre ajena, al hombre que duerme. Todo el verde. Y veo tu nostalgia.
-cómo es?
Triste. Es alegre. Difusa. Esperanzada. Rebelde. Te impulsa a la acción.
-nunca me lo dijeron tan bien.
-no te supieron ver.
La niña y su madre entretanto habían partido en respuesta a un bocinazo proveniente de una camioneta. El hombre del carrito, ahora incorporado, buscaba algo entre sus pertenencias. Un perro un tanto raquítico desde algún lugar se aproxima con velocidad al hombre, como si hubiera esperado que despertara. Al recibir la palmada en el lomo se echó y miró al hombre, agradecido, como los perros agradecidos miran.
-cómo aprendiste?
-me lo enseñó la soledad. El aburrirme de mi , del conocimiento de mi.
Me gustaría tener esa habilidad.
-claro.
La muchacha sonrió cómplice, pícara al advertir a la niña del día anterior que al mirarnos se ruborizó. La niña entró en la pubertad –dijo-. Extraño esa llama. Tiempo cálido tormentoso. Extremadamente excitante, ya borroso en el recuerdo.
-si extrañas es que hay recuerdo porque hubo conciencia.
-puede ser
-y por qué extrañas?
-la intensidad de la emoción se funde y a la vez se diferencia de la fuerte sensación física que en forma de sutil vibración se manifiesta en todo el cuerpo.
Hacía calor. A diferencia de veces anteriores la niña montaba su bicicleta con un vestido acampanado. La madre ya no leía sino que observaba a la niña con cierta desconfianza al igual que a mí que observaba a la niña.
La muchacha llegó diez minutos más tarde de lo previsto. El hombre del carrito dormía su ignorancia, sin miedos. ¿Quién podía querer algo de él?
Tres años duró ese vínculo amoroso en el cual el hombre que sabía mirar le enseñó a la muchacha a mirar. La muchacha que aprendió le enseñó a la niña de la bicicleta, la cual le transmitió la habilidad a la madre. Quedó fuera el hombre del carrito quien ya poseía esa habilidad hace tiempo aunque nunca la dio a conocer. Quien sabe que prejuicio hizo que nadie del grupo de la fuente seca (a pesar que cotidianamente lo veían junto a su perro y durante 3 años) se aproximara jamás a el. En su aparente ignorancia e indefensión poseía la sabiduría y la capacidad de disfrazarla al punto que hasta el hombre que sabía mirar no supo ver.
Un buen día tapiaron el parque, ‘Plan Recuperación Espacios Verdes' se leía en un enorme cartel. Los bancos, el adoquinado, la fuente seca y el grupo de la fuente seca quedaron del lado de adentro de la tapia.-