El juego
La posibilidad de asistir a la reunión que con motivo de su cumpleaños número 40 realizaba Gabriel, a Juan no le entusiasmaba demasiado. Para decirlo desde ya: ninguna reunión le entusiasmaba demasiado, característica, ésta, que su mujer se encargaba de reprocharle, por cierto cada vez con menos vehemencia. Transcurridos 20 años de matrimonio, tres hijas ya dejando atrás la adolescencia, se estaba acostumbrando a la no sociabilidad de su marido Juan. No solo antisocial era Juan, aunque esta era la característica que socialmente más se destacaba. Otra era su marcada desprolijidad en su arreglo y en sus pertenencias. Un capítulo aparte, por Ej., merecería el descuido de su auto, solamente se encargaba que tuviera los fluidos necesarios, y no mucho más. Su aparente desprecio por la materia era motivo de padeceres y también de reproches. Digo aparente puesto que se escudaba y arrinconaba en esta idea, la falta de consistencia de ella le provocaba a Juan grandes dificultades. Había estudiado filosofía en la Universidad de Bs. As., carrera tan interesante como inútil para generar dinero. Su búsqueda se había iniciado en la adolescencia y por supuesto aún no había concluido. ¿De qué calidad era la búsqueda? ¿Qué buscaba? No lo sabía con claridad, pero se refería claro está, al sentido de la vida, no solamente a la propia, le inquietaba, además, la vida del otro. Ese inaprensible otro que de algún modo habitaba en él, que había construido. Recordaba, y se ufanaba de hacerlo, aquélla frase de quien admirara cuando hubo comenzado su búsqueda: ‘el infierno es el otro'. La otredad existencial le había consumido muchos años de su vida, y el auto castigo que se infligía apuntaba a la carencia de respuesta válida a su búsqueda desesperada. Había apostado, y de alguna manera, lo seguía haciendo, a encontrar la respuesta, había transitado oscuros caminos y no había encontrado, había creído encontrar, quizás hubo encontrado y no lo había visto. Creía saber que ese camino debía pasar por el ‘otro', por el prójimo y próximo para llegar al uno. Juan tenía un amigo. Y estaba por cumplir su cuarenta aniversario. La comodidad, el espacio, el verde, el dinero, adornaban la vida de Gabriel, quien se había preocupado y lo seguía haciendo por estos valores que formaban parte de su estandarte al cual veneraba. Poseía una familia, una mujer exitosa, educada sin esfuerzo en aquellos valores que a Gabriel enorgullecían. Era una familia aséptica. Todo estaba al servicio de la salud y de lo puro. Todo lo contaminante era severamente rechazado. Al servicio del orden y la austeridad estaba Gabriel a la cabeza, Alicia, su mujer, y cinco empleadas, dos de ellas bilingües que colaboraban permanentemente para mantener encendido el fuego energético que mantenía esta estructura.
Juan y su familia, ese domingo, visitaban a Gabriel y la suya, encuentro previo al ya mencionado, que con motivo de la festividad onomástica se realizaría próximamente. El sol se filtraba adrede por cada rincón de la enorme y cuidada casa. Llamaba la atención particularmente al visitante, o en todo caso me llamaba la atención a mi, el sol en el cuarto de baño, en la intimidad de ese refugio: el sol, enemigo de lo íntimo. No había cortina en ese cuarto para disimular su presencia ¿y por qué habría que disimularla? Sencillamente porque le disgustaba tenerlo como testigo. La jornada de la visita en cuestión transcurrió como era de esperar: el diálogo superfluo, el riguroso asado y vino tinto, el té de las cinco, la despedida a la siete. Al besar Juan a Gabriel, como los hombres acostumbraban hacerlo de un tiempo a esta parte como una licencia más de darse a conocer desde lo afectivo y que quiere decir yo puedo y vos podés, el hombre tiene derecho, no hay diferencia, etc.,etc,. Algo se fue con ese beso. Algo se cruzó en el aire y un algo distinto se incorporó en cada uno de ellos que no les pertenecía. Se miraron primero cada uno sus manos , se tocaron a si mismos su rostro, sus brazos, su vientre. Levantaron sus miradas y se cruzaron instantáneamente y al unísono se dieron cuenta. Por alguna razón ni Gabriel ni Juan dieron a conocer lo que les había sucedido. Y comenzaron su juego. Gabriel-Juan no se sentía cómodo en el auto de Juan (a esta altura Juan-Gabriel). Encendió el motor, puso la primera, el cuerpo tiene memoria propia por eso el auto no ratoneó. Un paquete de cigarrillos sobre el tablero le sirvió, y apelando a ellos intentó calmar la ansiedad que le provocaba este juego a la nueva vida. Con cierta sorpresa su mujer le preguntó ¿por qué tomás por aquí? Para cambiar de paisaje, se le ocurrió. Los cuarenta minutos que demandó el regreso transcurrieron en silencio. Nadie parecía advertir nada, hasta que llegaron al departamento. Allí comenzaron a surgir las primeras dificultades. Juan-Gabriel por su parte, hallándose en su casa, argumentó un profundo dolor de cabeza, tomó una aspirina (mal no le iba a venir, pensó) y se acostó para meditar, actividad que acostumbraba realizar sin mayor trascendencia, en realidad sin trascendencia alguna salvo la de satisfacer sus rasgos obsesivos que estaban al servicio de complejos infantiles y adolescentes no resueltos ni por resolver cuando era solamente Juan. El teléfono en el espacioso cuarto de Gabriel descansaba en la mesita de noche ¿se acostará Alicia del lado del teléfono?-pensó- Decidió quedarse donde estaba. Tomó el auricular y disco el número de su casa . Se sorprendió hablando con la voz de su amigo a su mujer que ya acostada (la imaginó) lo atendía. Hizo un chiste vulgar y sin gracia, justificó de un modo pueril el llamado y pidió hablar con Juan quien estaba haciendo frente a las dificultades señaladas. Del mismo modo, que Juan, Gabriel-Juan había apelado (ambos eran hipocondríacos) a un malestar estomacal para mostrarse poco. Hola ¿cómo estás? – dijo Gabriel Estoy – respondió Juan Podés hablar? Sí Me siento un poco contrariado pero me gusta el desafío Lo acepto con agrado Una semana es el plazo. Adiós.
A Juan le gustaría que llamáramos a su búsqueda, a su juego, metafísico. Llamémoslo así entonces: el juego metafísico de Juan. La aceptación de Gabriel a jugar obedecía sencilla y fundamentalmente, primero a que se le presentaba la oportunidad de acostarse con Isabel, a la cual, en sombras deseaba, y segundo, a la certeza de lo limitado del juego. La sencillez psicológica de Gabriel sorprendía y atraía a Juan, del mismo modo que a Isabel, aunque desde otro lugar. El juego era tal –pensaba Juan - por la conciencia de jugarlo de lo contrario sería un juego sin saber que se juega, como la vida, va.
La cama de Gabriel era particularmente cómoda, de una rigidez que, a la columna de Juan, le asentaba muy bien. ¿O era la columna de Gabriel? Pero a Juan le dolía la suya. ¿dolerían ambas columnas y esa sería otra coincidencia? Decidió hacer una prueba. Experimentaba una molestia cuando presionaba el dedo índice de la mano derecha por un corte sucedido hace tiempo que había dejado esa secuela de dolor. Tomo la mano de Gabriel (que no le gustaba) presionó el dedo en cuestión y no sintió molestia alguna. Concluyó que lo de la columna era mera coincidencia. Decíamos que la cama era particularmente cómoda, además de espaciosa. Aquí caben tres personas sin dificultad pensó en voz alta y al decirlo una mueca picaresca apareció simultáneamente, no pudiéndose determinar que fue primero, si la mueca o el comentario. Decidió Juan que la molestia había pasado, e imaginando a la mujer de Gabriel fría sexualmente, se excitó pensando que podría estimularla con caricias que conocía y que seguramente su marido nunca había puesto en funcionamiento, puesto que imaginaba a Gabriel, no ya frío, sino coartado por la sumisión que había establecido con esa poderosa mujer. Alicia hojeaba un libro de fotografías. Al acercarse Juan para compartirlo, Alicia lo miró sorprendida -desde cuando te gusta la fotografía? La fotografía como arte no me interesa, sí el paisaje que allí aparece ¿te gustaría ir? –pero si acabamos de venir, creo que deberías consultar, tus distracciones no me gustan nada, digo si te gustaría ir ahora, con la imaginación. En este punto Alicia confirmó sin atinar a establecer de que se trataba que a Gabriel algo raro le ocurría; un comentario como ese jamás hubiera salido de la boca de su marido, aunque le gustó. Cerró el libro. Miró largamente una mirada diferente, e irreflexivamente comenzó a desnudarse. Juan la acompañó imitándola. Y con los ojos abiertos en la habitación iluminada tenuemente por la noche, hicieron el amor.
Gabriel ya acostado, anticipaba el goce postergado por años de dormir junto a Isabel. Esta, ajena a todo, se entregó al descanso y a los brazos de Gabriel, quien, en la oscuridad, lloraba de felicidad en silencio.
Al cabo de una semana, luego de haber transitado uno y otro experiencias que los perturbaron y enriquecieron en formas distintas en este juego de ser invisible psicológicamente para el otro, se encontraron. Juan reconoció en Gabriel su mirada, Gabriel en la de Juan la propia. Alicia e Isabel estratégicamente ubicadas para no ser vistas, con sonrisas cómplices observaban el final del juego.-